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TEMA 1: INTRODUCCIÓN Y FUENTES

Introducción
 
El papa Francisco quiere que la “Iglesia se mire en el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí”. Sólo el conocimiento y el encuentro con Jesucristo puede ser referencia ineludible para mantener la vida y misión de la comunidad cristiana.
            "Hechos de los Apóstoles", un libro que cuenta los primeros pasos de la Iglesia, trae al comienzo un episodio elocuente. Los discípulos Pedro y Juan subían al templo de Jerusalén para orar y, a la entrada, un lisiado de nacimiento les pidió limosna. Pedro con Juan a su lado se le quedó mirando y le dijo: "míranos”, y el lisiado clavó los ojos en ellos esperando que le darían algo. Pedro le dijo: "Plata y oro no tengo; pero en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a andar”; y agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó; en el acto se le robustecieron las piernas y los tobillos, se puso en pie de un salto y echó a andar. Sin duda Pedro y Juan recordaban las palabras de Jesús curando a un paralítico: "Ponte en pie, carga con tu camilla y camina por ti mismo”. 
            Hay en nuestra sociedad muchas personas lisiadas. Algunas desde su nacimiento, pues no han podido nunca decidir y caminar por sí mismos; se han movido siempre al son que les toquen otros. Muchos han tenido la posibilidad de ser ellos mismos y tomar decisiones por su cuenta, pero a la hora de la verdad se han dejado esclavizar por ídolos o falsos absolutos como son el dinero, el poder, las apariencias, ocasiones de placer que les ofrece un sistema donde las personas son valoradas únicamente por su rentabilidad económica, por lo que producen, compran y consumen. En la situación cultural que hoy estamos viviendo es fácil también para los cristianos arrodillamos ante esos falsos absolutos, instalándonos en la superficialidad y reduciendo nuestro cristianismo a unas prácticas religiosas que no tienen mayor incidencia en nuestras vidas y que cada vez dicen menos a nuestra sociedad. Para unos y otros, Jesús de Nazaret puede ser liberador.
El Grupo Laical “DIÁLOGOS EN LA LÍNEA” surge en la Casa de Espiritualidad Santo Domingo de Caleruega a raíz de un primer Curso organizado a iniciativa de un grupo de laicos dominicos. En el desarrollo del curso nos han servido el texto y el acompañamiento del dominico Jesús Espeja, catedrático emérito del tratado sobre Jesucristo en la Facultad Pontificia de Teología de San Esteban, Salamanca. El curso duró ocho meses (25/05/2023 a 28/01/2024) y se desarrolló en la modalidad “a distancia”, compaginando el estudio individual con videoconferencias y reuniones presenciales del Grupo en la Casa de Espiritualidad de Caleruega.
El temario se distribuye en dos partes. Una sobre la historia de Jesucristo, y otra sobre la fe cristiana o interpretación de esa historia, tratando de aproximarnos así a la figura de Jesús, referencia fundamental para la espiritualidad cristiana, y entrar en la conversión misionera que hoy está pidiendo el papa Francisco para toda la Iglesia. Al final de cada tema, se incluyen las principales reflexiones que surgieron en el Grupo tras el estudio.
Tenemos la esperanza de que los propios cristianos laicos hagan suyo el contenido del Curso y lo expliquen a otros, de forma que, en el boca a boca, de persona a persona o en grupos al modo de los apóstoles, vayamos trabajando juntos por construir el Reino de Dios y su justicia…
“Todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6, 33).
 
 
Grupo Laical “DIÁLOGOS EN LA LÍNEA”
- Caleruega -
 
 
 

 

 
 
Hoy nadie medianamente informado niega ya la existencia de aquel galileo llamado Jesús de Nazaret que hace dos mil años vivió y murió en Palestina. Dada la naturaleza de las fuentes para conocer su historia, no podemos hacer una biografía, pero sí encontrar una base histórica suficiente para conocer el espíritu, la conducta y la trayectoria existencial de aquel a quien los cristianos confesamos Mesías e Hijo de Dios.  
             Referencias aisladas en autores no cristianos
             En el ámbito judío y en la primera mitad del siglo I, el historiador Flavio Josefo habla con cierta simpatía de «Jesús llamado Cristo, hermano de Santiago y condenado a morir según el dictamen de Poncio Pilatos por instigación de las autoridades de nuestro pueblo». También con simpatía, poco después del 73, Mara Bar Serapión, un estoico sirio, se refiere Jesús como «rey sabio de los judíos» a quien ellos dieron muerte. En cambio, los documentos rabínicos, escritos judíos después del año 70, manifiestan claro rechazo: “en la víspera de pascua Jesús fue colgado; se le acusó de practicar la magia, seducir a Israel, hacerlo apostatar”.
            En el ámbito romano tres autores aluden a Cristo. Plinio el Joven, enviado el año 111 a la provincia de Bitinia y Ponto como legado imperial, recibió acusaciones contra los cristianos “que solían reunirse un día fijo antes del amanecer, alternándose en las loas a Cristo como si fuera dios”. Hacia el 116 el historiador romano Tácito escribe sus Anales donde cuenta la persecución de Nerón contra los cristianos, nombre que “viene de Cristo, ejecutado bajo Tiberio por el gobernador Poncio Pilatos”. Finalmente, Suetonio, entre los años 117 y 122, en su libro Vida de los doce Césares, cuenta que el emperador Claudio (41-54) ordenó que los judíos salieran de Roma, pues “instigados por un tal Cresto, causaban constantes desórdenes”.
            Como vemos, los documentos no cristianos dicen muy poco sobre Jesús, aunque esas referencias o alusiones dan por supuesta su existencia. Pero con esos datos apenas logramos una vaga noticia. El hombre a quien los cristianos celebramos como centro y señor de la historia, no fue considerado digno, ni en su pueblo ni en la sociedad mundial, de ocupar siquiera unas líneas en la lista de los grandes.
 
             A Jesús tenemos acceso por una tradición
            Jesús fue un judío que vivió hace dos mil años. En Nazaret, una población enclavada en el norte de Palestina, pasó la mayor parte de su existencia como trabajador. Tenía alrededor de treinta años cuando salió de su clan, para ir por toda la región que se llamaba Galilea, proclamando como profeta la intervención definitiva de Dios que es amor y quiere la vida en plenitud para todos los seres humanos. Pero su intervención profética no duró más de tres años. Pronto los mantenedores del orden establecido ―religiosos y políticos que gozaban de una situación social privilegiada― se dieron cuenta del peligro, y pusieron remedio eliminando al Profeta. Fue crucificado como un indeseable.
          Algunos se dejaron alcanzar por su mensaje y lo siguieron; poco a poco se fue creando una comunidad de discípulos. Con ellos Jesús recorría las aldeas transmitiendo su Evangelio, curando enfermos, rehabilitando a los pobres y combatiendo a las fuerzas del mal que siembran injusticia y muerte. La condena del Maestro como blasfemo y rebelde político, desconcertó a sus discípulos: “nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel, pero le condenaron a muerte y le crucificaron” (Lc. 24,20). Pero su encuentro con el Resucitado cambió la situación.
 
            “Se les abrieron los ojos”.  
            Mujeres y hombres, que habían convivido con Jesús y que sufrieron la decepción de su condena como un malhechor, empezaron a proclamar su fe o experiencia de lo sucedido: «a ese Jesús, que murió colgado de un madero, Dios lo ha resucitado y nosotros somos testigos». Cada uno a su modo y dentro de su propio contexto cultural cuenta lo que fue una experiencia común: el mismo Jesús que anduvo por los caminos de Palestina, comió con sus discípulos y se sentó a la mesa con los pobres, curó a los enfermos, y combatió a las fuerzas homicidas, se manifestó lleno de vida y vencedor de la muerte.             
            Cuenta el evangelista san Lucas cómo dos discípulos, al ver que Jesús había sido ajusticiado y había muerto en la cruz como un criminal, regresaban cabizbajos y decepcionados a su pueblo Emaús. Pero el Resucitado les salió al camino y, al escuchar su palabra, “se les abrieron los ojos”. Algo similar ocurrió a Pablo de Tarso: también el Resucitado le salió al camino, lo inundó con una luz celestial y, al recibir el bautismo, «se le cayeron de los ojos una especie de escamas y recobró la vista». Es un modo elocuente para expresar lo que implica la fe: nuevos ojos para ver en la realidad algo que no se percibe a simple vista.
 
            “Quedaron transformados por el Espíritu Santo”. 
             En la Biblia no hay una definición del Espíritu. Pero se tiene la sensación de su presencia y se gusta su actividad. Es como el agua que da vida oxigenando las venas de las plantas, como el aire que nos permite respirar y nos une dentro de una atmósfera común, como el fuego que brota de un corazón apasionado. Siendo fuerza que viene de Dios mismo, el Espíritu lleva el calificativo de «santo». Es hálito de vida infundido por el Creador en el ser humano, impulso de liberación cuando el pueblo sufre la esclavitud, fuego incandescente que transforma la conducta de los profetas, haciendo de su palabra bálsamo que cura y espada ardiente que corta lo infectado.
            Los profetas bíblicos anunciaron una novedad: «en los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños; sobre mis siervos y mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días». Es la esperanza que Pedro ve cumplida en Pentecostés:
            “Estaban todos los discípulos reunidos, cuando de repente, un ruido del cielo, como viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego que se repartían posándose encima de cada uno; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas según el Espíritu les concedía expresarse”. Difícilmente y de modo tan significativo dentro de la esperanza que tenían los judíos, se podría decir mejor que el Espíritu es la fuerza de Dios que transforma y une a los seres humanos para crecer en la comprensión y la convivencia.
 
            “Nosotros somos testigos”.
            Es la confesión de fe que una y otra vez hacen los discípulos cuando las autoridades religiosas judías los llaman al orden: ¿Cómo era posible que Dios apoyara y diera la razón al que había sido crucificado como subversivo y blasfemo? Es verdad que la esperanza en la resurrección era ya en tiempo de Jesús creencia en la mayoría del pueblo judío. Pero se pensaba en un acontecimiento colectivo ligado al fin del mundo actual, “en el último día”. No era pensable la resurrección de un individuo antes de que llegara el fin de los tiempos. También los discípulos de Jesús estaban en esa idea y, al ser sorprendidos por el Resucitado, lógicamente interpretaron que con la resurrección de Jesús había comenzado ya el tiempo último, la nueva creación; así le confesaron como «primogénito de entre los muertos».
 
             “Os transmití lo que a mi vez recibí»
            El acontecimiento pascual ―encuentro con el Resucitado― gracias a la fe o iluminación del Espíritu, permitió a los discípulos nueva y más profunda inteligencia de lo dicho y hecho por Jesús mientras vivió en Palestina. Hacía más de cincuenta años que había muerto el Profeta, cuando el cuarto evangelista nos cuenta la sensación que vivían los primeros discípulos: “El Espíritu que el Padre enviará en mi nombre os enseñará todas las cosas y os hará recordar todo lo que os he dicho”. No se trata solo de que el Espíritu traiga las palabras y gestos de Jesús a la memoria de los discípulos desgastada por los años. Como los otros evangelistas, también Juan piensa que, mientras vivieron con Jesús y lo acompañaron en su actividad profética, «eran torpes y lentos para entender». Había visto muchos gestos de Jesús y habían escuchado muchas palabras que causaban admiración y planteaban el interrogante: ¿quién es este hombre? Pero solo con la experiencia de la resurrección fue posible una inteligencia y una interpretación nueva de aquella conducta histórica.
 
            Esa interpretación es la que vivieron y transmitieron las primeras comunidades cristianas.  Hacia el año 57 ―una década después de la muerte de Jesús― Pablo escribió a los fieles de Corinto una carta, donde recuerda el Evangelio que años antes les había predicado: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras». Según dice, es la tradición que el mismo ha recibido y trata de comunicar con fidelidad.
 
            El origen de esa tradición es el mismo Jesús de la historia. Pablo lo dice alguna vez expresamente: «yo recibí del Señor lo que os he transmitido», «lo que vaya deciros es palabra del Señor». Con Jesús histórico enlaza el testimonio de los primeros discípulos, de aquellos que «desde el principio fueron testigos oculares». Porque la Iglesia se mantiene fiel a ese testimonio de los apóstoles, también es apostólica. Ella debe «re-crear» esa tradición en los distintos tiempos y en las diversas situaciones de la historia. Gracias al Espíritu, una y otra vez se rejuvenece, actualizando esa tradición, como dinamismo vivo «hasta el fin de los tiempos».
             Los evangelios como expresiones de la tradición.
            Después de la muerte de Jesús y convencidos de que Dios lo había resucitado, sus primeros discípulos interpretaron y contaron lo que habían visto y oído. Un hombre alcanzado y transformado por ese testimonio fue Pablo de Tarso cuyas cartas son los documentos primeros de la fe cristiana sobre Jesucristo, «nacido de mujer y del linaje de David», que murió y resucitó para la salvación de todos. Tal vez porque Pablo de Tarso no conoció a Jesús o tal vez porque vivió con intensidad singular el amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección de Cristo, tampoco resalta en sus escritos la conducta histórica del Profeta. Subsanando ese vacío en las primeras comunidades cristianas se escribieron los evangelios a modo de biografías.
            Cómo nacieron los evangelios.
            En aquellas primeras comunidades se celebraba una fe o experiencia común en Jesús de Nazaret: el Inefable se había manifestado en condición humana para la salvación de todos. Circulaban en esas comunidades hechos y dichos de Jesús transmitidos por quienes vivieron con él. Del amplio material oral o escrito, cada comunidad, de acuerdo con su contexto cultural, seleccionó hechos y dichos para confesar y celebrar la fe con interpretación común, destacando distintos aspectos de la misma tradición apostólica. De este modo en las distintas comunidades se fueron elaborando distintos evangelios que son versiones del único Evangelio.
            Lógicamente, los evangelios eran tan numerosos como las mismas comunidades cristinas que se iban multiplicando.  Por eso, en el siglo II se hizo una selección de los cuatro que se llaman canónicos u oficiales. El criterio seguido para la selección fue la fidelidad a la historia y la aceptación que tenían entre las comunidades cristianas. Además de los cuatro evangelios seleccionados había otros evangelios que se llaman “apócrifos”.
            De los cuatro evangelios canónicos, los tres primeros se llaman «sinópticos» ―Marcos, Mateo y Lucas― porque guardan un cierto paralelismo en sus relatos, pueden ser leídos «con una sola mirada» o en paralelo.  Desde antiguo se dice que Juan Zebedeo es el autor del cuarto evangelio; su redacción última posiblemente se hizo a finales del siglo primero, aunque incluye tradiciones que remontan a los años cincuenta.
            Cuál es su contenido.
Con la experiencia viva de que Jesús ha resucitado, el primer interrogante que pedía una explicación era la muerte de cruz: ¿por qué, siendo Jesús inocente, fue tratado como un malhechor, y Dios guardó silencio? Había que buscar un sentido a este acontecimiento escandaloso, y así los evangelistas compusieron piezas teológicas muy elaboradas sobre la pasión y muerte del Señor; en ellas se ven distintas interpretaciones que nos aproximan a ese amor benevolente de Dios escondido y activo en el mismo sufrimiento del Inocente.
            En un segundo momento hicieron lectura nueva y creyente sobre las intervenciones públicas de Jesús, siempre pensando en la formación catequética de las primeras comunidades cristianas y en la evangelización misionera. Con esa intención seleccionaron materiales dispersos en que se venía plasmando la tradición comunitaria sobre Jesús.
            Finalmente, la sana curiosidad hizo que las primeras comunidades se preguntaran también sobre los orígenes, infancia y conducta de Jesús durante la mayor parte de su vida que transcurrió en Nazaret. Es lo que narran los evangelios de la infancia que Mateo y Lucas traen como introducción a sus libros. En esos primeros capítulos se resumen la profesión de fe cristiana sobre Jesús de Nazaret: miembro de la raza humana, perteneciente al pueblo judío, Hijo de Dios y Salvador de todos los hombres.
Historia y fe.
            No es intención de los evangelistas recoger cuentos inventados, ni traer leyendas piadosas para entretener nuestra imaginación. Sólo quieren transmitir una buena noticia de salvación que, según su fe, tuvo lugar en unos acontecimientos históricos.
             Para lograr esa transmisión en su contexto cultural, se sirven de todos los medios que tienen a su alcance. Si abordamos la lectura fuera de su preocupación y contexto, somos nosotros quienes nos engañamos. Para descubrir lo que Dios quiere comunicarnos, el lector e intérprete de los evangelios debe conocer bien lo que sus autores quieren decir, teniendo en cuenta el tiempo, la cultura y el lenguaje de los mismos.
            Hoy no escribimos como hace cuarenta años. Actualmente hay también distintas formas para expresarnos; un poeta no escribe como un historiador, ni éste como un guionista de cine. Frecuentemente cuando hablamos o escribimos, traemos ejemplos y comparaciones sólo inteligibles para quienes viven y respiran nuestra misma cultura.
             No podemos ni debemos pedir a quienes redactaron hace dos mil años los evangelios que hablen y escriban como lo hacemos hoy nosotros. Si queremos entender su mensaje, tendremos que conocer su contexto cultural, sus destinatarios, lo que intentaron decir y las formas peculiares empleadas para decirlo. El conocimiento de los géneros literarios es como luz que nos permite leer sin tropiezos e interpretar el texto evangélico en su verdad.
            Los evangelios narran acontecimientos históricos. Pero esas narraciones no son crónicas de lo que ocurrió, sino interpretaciones de esos acontecimientos desde la fe; sus autores vieron en esos acontecimientos la presencia y la oferta de salvación para los seres humanos. Siendo esto así, es normal que nos preguntemos qué hay en ellos de historia y qué más bien es fruto de la fe.
            Yéndose por los extremos, unos pueden pensar que todo es invención de las primeras comunidades cristianas, mientras otros pueden seguir pensando que cada evangelista nos ofrece una crónica exacta de lo que ocurrió. Ninguna de las dos posiciones responde a la verdad
            Hay una historia de fondo. Los Evangelios no son invención de las primeras comunidades cristianas ni de quien los redactó; narran acontecimientos históricos que tuvieron lugar en un tiempo de nuestra historia y en un lugar de nuestra geografía. El evangelista Lucas lo dice en el prólogo de su libro: «muchos han emprendido la tarea de componer un relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo lo que nos han transmitido los que fueron testigos oculares desde el principio y luego se hicieron predicadores del mensaje; por eso yo también, después de investigarlo todo cuidadosamente desde los orígenes, he resuelto escribírtelo por su orden para que comprendas la solidez de las enseñanzas que has recibido».
             No deja lugar a duda. Se trata de lo que objetivamente ocurrió. La fe cristiana no se apoya en fábulas de imaginaciones calenturientas, ni en sublimes filosofías creadas por agudos pensadores. Su verdadera solidez tiene como base un acontecimiento decisivo: la conducta histórica de Jesús que conocieron quienes vivieron con él.  Los cuatro evangelios canónicos han sido aceptados oficialmente porque nos entregan acontecimientos históricos, mientras que los llamados apócrifos traen muchas fantasías de la imaginación, y han sido descartados.
            Pero en esos acontecimientos hay un «más» gratuito de salvación que solo se conoce desde la fe. A los evangelistas no les preocupa contar con exactitud y detalle todo lo que sucedió.  De ahí frecuentes las frecuentes expresiones como muletillas sin mayor precisión: “cuando salieron de allí”, “en aquel tiempo”, “días más tarde”, etc. No les interesa tanto demostrar que Jesús había nacido tal día y a tal hora, sino que, naciendo como un pobre niño, es Salvador para todos los hombres. Más que asegurar fecha exacta de la última cena o en qué momento tuvo lugar la muerte de Jesús, intentaron dejar claro que la última cena hace realidad lo simbolizado en la pascua judía y es el sacramento del amor.
             Se comprende que, con ese objetivo, cada evangelista componga su libro seleccionando datos de la tradición que encuentra en su propia comunidad para entregar el mensaje como una profesión de fe. Al final de su Evangelio, Jn.20,30 se refiere a esta selección: «Jesús realizó en presencia de sus discípulos otras muchas señales que no están en este libro; hemos escrito éstas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y con esta fe tengáis vida gracias a él»
          Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Los autores sagrados escribieron los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas atendiendo a la condición de las Iglesias, reteniendo por fin la forma de proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de Jesús”.
            Los evangelistas hicieron síntesis catequéticas de los hechos y dichos de Jesús. Hay capítulos dedicados a los milagros y capítulos dedicados a las parábolas. Hay algunas síntesis relevantes. Por ejemplo, «se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios; convertíos y creed en la buena noticia»; «el espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido para dar la buena noticia a los pobres, anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia»; «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia».  El Sermón del Monte que   vemos en el evangelio de san Mateo es apretada síntesis de distintas enseñanzas de Jesús. Los relatos sobre las tentaciones son piezas teológicas resumiendo y celebrando la conducta de Jesús, hombre libre a lo largo de su historia.
            Como expresión de la fe comunitaria, los Evangelios mantienen el estilo de proclamación. Así, profesiones de fe que hacían ya las primeras comunidades cristianas, son puestas en labios de un personaje concreto, aunque históricamente no haya sido así. Por ejemplo, según san Marcos, el centurión romano que hacía guardia junto a la cruz confiesa «verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios». Al evangelista no interesa tanto demostrar que aquel guardia se convirtió, sino proclamar la fe de los primeros cristianos que puede ser aceptada incluso por los representantes del poder que mata.
            Historia y fe van unidas. A la verdad sobre la historia de Jesús solo se puede llegar desde la experiencia que llamamos fe. No solo porque lo que conocemos sobre la historia de Jesús ya nos viene interpretado por la fe de la primera comunidad cristiana, sino también porque sin esa fe no es posible descubrir la verdad sobre Jesús como salvación para todos. Pero esa fe no es invención imaginaria pues parte de una conducta histórica.       
           Es verdad que hay casos donde cabe distinguir lo que pudo ser histórico y lo que pertenece a la confesión de fe, confesión comunitaria de fe. Pero hablando en general, no es posible deslindar los campos de la historia y de la fe, porque lo histórico ya se nos da tamizado en la fe comunitaria, y ésta siempre remite al acontecimiento histórico: la historia nos llega en la interpretación creyente. Así lo vemos incluso en las parábolas evangélicas: posiblemente las piezas más originales de Jesús, van tomando distintas versiones conforme a las necesidades catequéticas y misioneras de la comunidad en que son leídas.
            A su vez la fe de la comunidad tampoco es separable de los acontecimientos. La interpretación creyente se fundamenta en la conducta histórica de Jesús y es profundización en la verdad de la misma. Por ejemplo, las piezas teológicas sobre las tentaciones serían pura imaginación si no estuvieran respaldadas por el dato histórico de que Jesús fue tentado como nosotros y superó la prueba.
            La expresión «Jesu-Cristo» articula bien las dos dimensiones. Para interpretar a Jesús en la verdad que la Iglesia confiesa como Hijo de Dios, son necesarias y van unidas la historia y la fe. Con la sola historia llegamos hasta el judío que hace veinte siglos vivió como un trabajador sencillo en Nazaret, después actuó como profeta y, a consecuencia de su actividad fue condenado a muerte de cruz.
            Pero los primeros cristianos, con la fe o encuentro con el Resucitado, descubrieron la verdad de esa historia y confesaron que aquel profeta es el Mesías, la Palabra, el Hijo de Dios, que murió en la cruz «para nuestra salvación». Por eso el nombre adecuado es Jesu-Cristo que incluye lo constatable por la historia: un hombre llamado Jesús; y lo confesado con la luz de la fe: este Jesús es el Cristo. Gracias a la fe se descubre la verdad de lo histórico; y gracias a la historia la fe no se reduce a invención.
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