Introducción
El papa Francisco quiere que
la “Iglesia se mire en el espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí”. Sólo el
conocimiento y el encuentro con Jesucristo puede ser referencia ineludible para
mantener la vida y misión de la comunidad cristiana.
"Hechos de los Apóstoles",
un libro que cuenta los primeros pasos de la Iglesia, trae al comienzo un
episodio elocuente. Los discípulos Pedro y Juan subían al templo de Jerusalén
para orar y, a la entrada, un lisiado de nacimiento les pidió limosna. Pedro
con Juan a su lado se le quedó mirando y le dijo: "míranos”, y el lisiado
clavó los ojos en ellos esperando que le darían algo. Pedro le dijo:
"Plata y oro no tengo; pero en nombre de Jesús Mesías, el Nazareno, echa a
andar”; y agarrándolo de la mano derecha, lo incorporó; en el acto se le
robustecieron las piernas y los tobillos, se puso en pie de un salto y echó a
andar. Sin duda Pedro y Juan recordaban las palabras de Jesús curando a un
paralítico: "Ponte en pie, carga con tu camilla y camina por ti
mismo”.
Hay en nuestra sociedad muchas
personas lisiadas. Algunas desde su nacimiento, pues no han podido nunca
decidir y caminar por sí mismos; se han movido siempre al son que les toquen
otros. Muchos han tenido la posibilidad de ser ellos mismos y tomar decisiones
por su cuenta, pero a la hora de la verdad se han dejado esclavizar por ídolos
o falsos absolutos como son el dinero, el poder, las apariencias, ocasiones de
placer que les ofrece un sistema donde las personas son valoradas únicamente
por su rentabilidad económica, por lo que producen, compran y consumen. En la
situación cultural que hoy estamos viviendo es fácil también para los
cristianos arrodillamos ante esos falsos absolutos, instalándonos en la
superficialidad y reduciendo nuestro cristianismo a unas prácticas religiosas
que no tienen mayor incidencia en nuestras vidas y que cada vez dicen menos a
nuestra sociedad. Para unos y otros, Jesús de Nazaret puede ser liberador.
El Grupo Laical “DIÁLOGOS EN LA LÍNEA”
surge en la Casa de Espiritualidad Santo Domingo de Caleruega a raíz de un
primer Curso organizado a iniciativa de un grupo de laicos dominicos. En el
desarrollo del curso nos han servido el texto y el acompañamiento del dominico
Jesús Espeja, catedrático emérito del tratado sobre Jesucristo en la Facultad
Pontificia de Teología de San Esteban, Salamanca. El curso duró ocho meses
(25/05/2023 a 28/01/2024) y se desarrolló en la modalidad “a distancia”,
compaginando el estudio individual con videoconferencias y reuniones
presenciales del Grupo en la Casa de Espiritualidad de Caleruega.
El
temario se distribuye en dos partes. Una sobre la historia de Jesucristo, y
otra sobre la fe cristiana o interpretación de esa historia, tratando de
aproximarnos así a la figura de Jesús, referencia fundamental para la
espiritualidad cristiana, y entrar en la conversión misionera que hoy está
pidiendo el papa Francisco para toda la Iglesia. Al final de cada tema, se
incluyen las principales reflexiones que surgieron en el Grupo tras el estudio.
Tenemos la esperanza de que los propios
cristianos laicos hagan suyo el contenido del Curso y lo expliquen a otros, de
forma que, en el boca a boca, de persona a persona o en grupos al modo de los
apóstoles, vayamos trabajando juntos por construir el Reino de Dios y su
justicia…
“Todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6, 33).
Grupo Laical “DIÁLOGOS EN LA LÍNEA”
- Caleruega -
Hoy nadie medianamente informado niega
ya la existencia de aquel galileo llamado Jesús de Nazaret que hace dos mil
años vivió y murió en Palestina. Dada la naturaleza de las fuentes para conocer
su historia, no podemos hacer una biografía, pero sí encontrar una base
histórica suficiente para conocer el espíritu, la conducta y la trayectoria
existencial de aquel a quien los cristianos confesamos Mesías e Hijo de Dios.
Referencias
aisladas en autores no cristianos
En el ámbito judío y en la primera mitad del siglo
I, el historiador Flavio Josefo habla con cierta simpatía de «Jesús llamado
Cristo, hermano de Santiago y condenado a morir según el dictamen de Poncio
Pilatos por instigación de las autoridades de nuestro pueblo». También con
simpatía, poco después del 73, Mara Bar Serapión, un estoico sirio, se refiere Jesús
como «rey sabio de los judíos» a quien ellos dieron muerte. En cambio, los
documentos rabínicos, escritos judíos después del año 70, manifiestan claro
rechazo: “en la víspera de pascua Jesús fue colgado; se le acusó de practicar
la magia, seducir a Israel, hacerlo apostatar”.
En
el ámbito romano tres autores aluden a Cristo. Plinio el Joven, enviado el año
111 a la provincia de Bitinia y Ponto como legado imperial, recibió acusaciones
contra los cristianos “que solían reunirse un día fijo antes del amanecer,
alternándose en las loas a Cristo como si fuera dios”. Hacia el 116 el
historiador romano Tácito escribe sus Anales donde cuenta la persecución de
Nerón contra los cristianos, nombre que “viene de Cristo, ejecutado bajo
Tiberio por el gobernador Poncio Pilatos”. Finalmente, Suetonio, entre los años
117 y 122, en su libro Vida de los doce Césares, cuenta que el emperador
Claudio (41-54) ordenó que los judíos salieran de Roma, pues “instigados por un
tal Cresto, causaban constantes desórdenes”.
Como vemos, los documentos no
cristianos dicen muy poco sobre Jesús, aunque esas referencias o alusiones dan
por supuesta su existencia. Pero con esos datos apenas logramos una vaga
noticia. El hombre a quien los cristianos celebramos como centro y señor de la
historia, no fue considerado digno, ni en su pueblo ni en la sociedad mundial,
de ocupar siquiera unas líneas en la lista de los grandes.
A Jesús tenemos acceso por una tradición
Jesús
fue un judío que vivió hace dos mil años. En Nazaret, una población enclavada
en el norte de Palestina, pasó la mayor parte de su existencia como trabajador.
Tenía alrededor de treinta años cuando salió de su clan, para ir por toda la
región que se llamaba Galilea, proclamando como profeta la intervención
definitiva de Dios que es amor y quiere la vida en plenitud para todos los
seres humanos. Pero su intervención profética no duró más de tres años. Pronto
los mantenedores del orden establecido ―religiosos y políticos que gozaban de
una situación social privilegiada― se dieron cuenta del peligro, y pusieron remedio
eliminando al Profeta. Fue crucificado como un indeseable.
Algunos se dejaron alcanzar por su mensaje y lo siguieron; poco a poco
se fue creando una comunidad de discípulos. Con ellos Jesús recorría las aldeas
transmitiendo su Evangelio, curando enfermos, rehabilitando a los pobres y
combatiendo a las fuerzas del mal que siembran injusticia y muerte. La condena
del Maestro como blasfemo y rebelde político, desconcertó a sus discípulos:
“nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel, pero le condenaron
a muerte y le crucificaron” (Lc. 24,20). Pero su encuentro con el Resucitado
cambió la situación.
“Se les abrieron los ojos”.
Mujeres
y hombres, que habían convivido con Jesús y que sufrieron la decepción de su
condena como un malhechor, empezaron a proclamar su fe o experiencia de lo
sucedido: «a ese Jesús, que murió colgado de un madero, Dios lo ha resucitado y
nosotros somos testigos». Cada uno a su modo y dentro de su propio contexto
cultural cuenta lo que fue una experiencia común: el mismo Jesús que anduvo por
los caminos de Palestina, comió con sus discípulos y se sentó a la mesa con los
pobres, curó a los enfermos, y combatió a las fuerzas homicidas, se manifestó
lleno de vida y vencedor de la muerte.
Cuenta el evangelista san Lucas cómo
dos discípulos, al ver que Jesús había sido ajusticiado y había muerto en la
cruz como un criminal, regresaban cabizbajos y decepcionados a su pueblo Emaús.
Pero el Resucitado les salió al camino y, al escuchar su palabra, “se les
abrieron los ojos”. Algo similar ocurrió a Pablo de Tarso: también el
Resucitado le salió al camino, lo inundó con una luz celestial y, al recibir el
bautismo, «se le cayeron de los ojos una especie de escamas y recobró la vista».
Es un modo elocuente para expresar lo que implica la fe: nuevos ojos para ver
en la realidad algo que no se percibe a simple vista.
“Quedaron transformados por el Espíritu
Santo”.
En la Biblia no hay una definición del Espíritu.
Pero se tiene la sensación de su presencia y se gusta su actividad. Es como el
agua que da vida oxigenando las venas de las plantas, como el aire que nos
permite respirar y nos une dentro de una atmósfera común, como el fuego que
brota de un corazón apasionado. Siendo fuerza que viene de Dios mismo, el
Espíritu lleva el calificativo de «santo». Es hálito de vida infundido por el
Creador en el ser humano, impulso de liberación cuando el pueblo sufre la
esclavitud, fuego incandescente que transforma la conducta de los profetas,
haciendo de su palabra bálsamo que cura y espada ardiente que corta lo
infectado.
Los profetas bíblicos anunciaron una
novedad: «en los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre toda
carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros jóvenes tendrán
visiones y vuestros ancianos sueños; sobre mis siervos y mis siervas derramaré
mi Espíritu en aquellos días». Es la esperanza que Pedro ve cumplida en
Pentecostés:
“Estaban todos los discípulos
reunidos, cuando de repente, un ruido del cielo, como viento recio, resonó en
toda la casa donde se encontraban, y vieron aparecer unas lenguas como de fuego
que se repartían posándose encima de cada uno; se llenaron todos del Espíritu
Santo y empezaron a hablar en diferentes lenguas según el Espíritu les concedía
expresarse”. Difícilmente y de modo tan significativo dentro de la esperanza
que tenían los judíos, se podría decir mejor que el Espíritu es la fuerza de
Dios que transforma y une a los seres humanos para crecer en la comprensión y
la convivencia.
“Nosotros somos testigos”.
Es la confesión de fe que una y otra
vez hacen los discípulos cuando las autoridades religiosas judías los llaman al
orden: ¿Cómo era posible que Dios apoyara y diera la razón al que había sido
crucificado como subversivo y blasfemo? Es verdad que la esperanza en la
resurrección era ya en tiempo de Jesús creencia en la mayoría del pueblo judío.
Pero se pensaba en un acontecimiento colectivo ligado al fin del mundo actual, “en
el último día”. No era pensable la resurrección de un individuo antes de que
llegara el fin de los tiempos. También los discípulos de Jesús estaban en esa
idea y, al ser sorprendidos por el Resucitado, lógicamente interpretaron que
con la resurrección de Jesús había comenzado ya el tiempo último, la nueva
creación; así le confesaron como «primogénito de entre los muertos».
“Os
transmití lo que a mi vez recibí»
El acontecimiento pascual ―encuentro
con el Resucitado― gracias a la fe o iluminación del Espíritu, permitió a los
discípulos nueva y más profunda inteligencia de lo dicho y hecho por Jesús
mientras vivió en Palestina. Hacía más de cincuenta años que había muerto el
Profeta, cuando el cuarto evangelista nos cuenta la sensación que vivían los
primeros discípulos: “El Espíritu que el Padre enviará en mi nombre os enseñará
todas las cosas y os hará recordar todo lo que os he dicho”. No se trata solo
de que el Espíritu traiga las palabras y gestos de Jesús a la memoria de los
discípulos desgastada por los años. Como los otros evangelistas, también Juan
piensa que, mientras vivieron con Jesús y lo acompañaron en su actividad
profética, «eran torpes y lentos para entender». Había visto muchos gestos de
Jesús y habían escuchado muchas palabras que causaban admiración y planteaban
el interrogante: ¿quién es este hombre? Pero solo con la experiencia de la
resurrección fue posible una inteligencia y una interpretación nueva de aquella
conducta histórica.
Esa interpretación es la que
vivieron y transmitieron las primeras comunidades cristianas. Hacia el año 57 ―una década después de la
muerte de Jesús― Pablo escribió a los fieles de Corinto una carta, donde
recuerda el Evangelio que años antes les había predicado: «Cristo murió por
nuestros pecados según las Escrituras, fue sepultado y resucitó al tercer día
según las Escrituras». Según dice, es la tradición que el mismo ha recibido y trata
de comunicar con fidelidad.
El
origen de esa tradición es el mismo Jesús de la historia. Pablo lo dice alguna
vez expresamente: «yo recibí del Señor lo que os he transmitido», «lo que vaya
deciros es palabra del Señor». Con Jesús histórico enlaza el testimonio de los
primeros discípulos, de aquellos que «desde el principio fueron testigos
oculares». Porque la Iglesia se mantiene fiel a ese testimonio de los apóstoles,
también es apostólica. Ella debe «re-crear» esa tradición en los distintos
tiempos y en las diversas situaciones de la historia. Gracias al Espíritu, una
y otra vez se rejuvenece, actualizando esa tradición, como dinamismo vivo
«hasta el fin de los tiempos».
Los evangelios como expresiones de la
tradición.
Después de la muerte de Jesús y
convencidos de que Dios lo había resucitado, sus primeros discípulos
interpretaron y contaron lo que habían visto y oído. Un hombre alcanzado y
transformado por ese testimonio fue Pablo de Tarso cuyas cartas son los
documentos primeros de la fe cristiana sobre Jesucristo, «nacido de mujer y del
linaje de David», que murió y resucitó para la salvación de todos. Tal vez porque
Pablo de Tarso no conoció a Jesús o tal vez porque vivió con intensidad
singular el amor de Dios manifestado en la muerte y resurrección de Cristo,
tampoco resalta en sus escritos la conducta histórica del Profeta. Subsanando
ese vacío en las primeras comunidades cristianas se escribieron los evangelios
a modo de biografías.
Cómo nacieron los evangelios.
En
aquellas primeras comunidades se celebraba una fe o experiencia común en Jesús
de Nazaret: el Inefable se había manifestado en condición humana para la
salvación de todos. Circulaban en esas comunidades hechos y dichos de Jesús
transmitidos por quienes vivieron con él. Del amplio material oral o escrito,
cada comunidad, de acuerdo con su contexto cultural, seleccionó hechos y dichos
para confesar y celebrar la fe con interpretación común, destacando distintos
aspectos de la misma tradición apostólica. De este modo en las distintas
comunidades se fueron elaborando distintos evangelios que son versiones del
único Evangelio.
Lógicamente, los evangelios eran tan
numerosos como las mismas comunidades cristinas que se iban multiplicando. Por eso, en el siglo II se hizo una selección
de los cuatro que se llaman canónicos u oficiales. El criterio seguido para la
selección fue la fidelidad a la historia y la aceptación que tenían entre las
comunidades cristianas. Además de los cuatro evangelios seleccionados había
otros evangelios que se llaman “apócrifos”.
De
los cuatro evangelios canónicos, los tres primeros se llaman «sinópticos» ―Marcos,
Mateo y Lucas― porque guardan un cierto paralelismo en sus relatos, pueden ser
leídos «con una sola mirada» o en paralelo. Desde antiguo se dice que Juan Zebedeo es el
autor del cuarto evangelio; su redacción última posiblemente se hizo a finales
del siglo primero, aunque incluye tradiciones que remontan a los años
cincuenta.
Cuál es su contenido.
Con la experiencia viva de que Jesús ha
resucitado, el primer interrogante que pedía una explicación era la muerte de
cruz: ¿por qué, siendo Jesús inocente, fue tratado como un malhechor, y Dios
guardó silencio? Había que buscar un sentido a este acontecimiento escandaloso,
y así los evangelistas compusieron piezas teológicas muy elaboradas sobre la
pasión y muerte del Señor; en ellas se ven distintas interpretaciones que nos
aproximan a ese amor benevolente de Dios escondido y activo en el mismo sufrimiento
del Inocente.
En
un segundo momento hicieron lectura nueva y creyente sobre las intervenciones
públicas de Jesús, siempre pensando en la formación catequética de las primeras
comunidades cristianas y en la evangelización misionera. Con esa intención
seleccionaron materiales dispersos en que se venía plasmando la tradición
comunitaria sobre Jesús.
Finalmente,
la sana curiosidad hizo que las primeras comunidades se preguntaran también
sobre los orígenes, infancia y conducta de Jesús durante la mayor parte de su
vida que transcurrió en Nazaret. Es lo que narran los evangelios de la infancia
que Mateo y Lucas traen como introducción a sus libros. En esos primeros
capítulos se resumen la profesión de fe cristiana sobre Jesús de Nazaret:
miembro de la raza humana, perteneciente al pueblo judío, Hijo de Dios y
Salvador de todos los hombres.
Historia y fe.
No
es intención de los evangelistas recoger cuentos inventados, ni traer leyendas
piadosas para entretener nuestra imaginación. Sólo quieren transmitir una buena
noticia de salvación que, según su fe, tuvo lugar en unos acontecimientos históricos.
Para lograr esa transmisión en su contexto
cultural, se sirven de todos los medios que tienen a su alcance. Si abordamos
la lectura fuera de su preocupación y contexto, somos nosotros quienes nos engañamos.
Para descubrir lo que Dios quiere comunicarnos, el lector e intérprete de los
evangelios debe conocer bien lo que sus autores quieren decir, teniendo en
cuenta el tiempo, la cultura y el lenguaje de los mismos.
Hoy
no escribimos como hace cuarenta años. Actualmente hay también distintas formas
para expresarnos; un poeta no escribe como un historiador, ni éste como un
guionista de cine. Frecuentemente cuando hablamos o escribimos, traemos
ejemplos y comparaciones sólo inteligibles para quienes viven y respiran
nuestra misma cultura.
No podemos ni debemos pedir a quienes
redactaron hace dos mil años los evangelios que hablen y escriban como lo
hacemos hoy nosotros. Si queremos entender su mensaje, tendremos que conocer su
contexto cultural, sus destinatarios, lo que intentaron decir y las formas
peculiares empleadas para decirlo. El conocimiento de los géneros literarios es
como luz que nos permite leer sin tropiezos e interpretar el texto evangélico
en su verdad.
Los
evangelios narran acontecimientos históricos. Pero esas narraciones no son
crónicas de lo que ocurrió, sino interpretaciones de esos acontecimientos desde
la fe; sus autores vieron en esos acontecimientos la presencia y la oferta de
salvación para los seres humanos. Siendo esto así, es normal que nos
preguntemos qué hay en ellos de historia y qué más bien es fruto de la fe.
Yéndose
por los extremos, unos pueden pensar que todo es invención de las primeras
comunidades cristianas, mientras otros pueden seguir pensando que cada
evangelista nos ofrece una crónica exacta de lo que ocurrió. Ninguna de las dos
posiciones responde a la verdad
Hay una historia de fondo. Los
Evangelios no son invención de las primeras comunidades cristianas ni de quien
los redactó; narran acontecimientos históricos que tuvieron lugar en un tiempo
de nuestra historia y en un lugar de nuestra geografía. El evangelista Lucas lo
dice en el prólogo de su libro: «muchos han emprendido la tarea de componer un
relato de los hechos que se han verificado entre nosotros, siguiendo lo que nos
han transmitido los que fueron testigos oculares desde el principio y luego se
hicieron predicadores del mensaje; por eso yo también, después de investigarlo
todo cuidadosamente desde los orígenes, he resuelto escribírtelo por su orden
para que comprendas la solidez de las enseñanzas que has recibido».
No deja lugar a duda. Se trata de lo que
objetivamente ocurrió. La fe cristiana no se apoya en fábulas de imaginaciones
calenturientas, ni en sublimes filosofías creadas por agudos pensadores. Su
verdadera solidez tiene como base un acontecimiento decisivo: la conducta
histórica de Jesús que conocieron quienes vivieron con él. Los cuatro evangelios canónicos han sido
aceptados oficialmente porque nos entregan acontecimientos históricos, mientras
que los llamados apócrifos traen muchas fantasías de la imaginación, y han sido
descartados.
Pero
en esos acontecimientos hay un «más»
gratuito de salvación que solo se conoce desde la fe. A los evangelistas no
les preocupa contar con exactitud y detalle todo lo que sucedió. De ahí frecuentes las frecuentes expresiones
como muletillas sin mayor precisión: “cuando salieron de allí”, “en aquel
tiempo”, “días más tarde”, etc. No les interesa tanto demostrar que Jesús había
nacido tal día y a tal hora, sino que, naciendo como un pobre niño, es Salvador
para todos los hombres. Más que asegurar fecha exacta de la última cena o en
qué momento tuvo lugar la muerte de Jesús, intentaron dejar claro que la última
cena hace realidad lo simbolizado en la pascua judía y es el sacramento del
amor.
Se comprende que, con ese objetivo, cada
evangelista componga su libro seleccionando datos de la tradición que encuentra
en su propia comunidad para entregar el mensaje como una profesión de fe. Al
final de su Evangelio, Jn.20,30 se refiere a esta selección: «Jesús realizó en
presencia de sus discípulos otras muchas señales que no están en este libro;
hemos escrito éstas para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y
con esta fe tengáis vida gracias a él»
Así lo dice el Concilio Vaticano II: “Los autores sagrados escribieron
los cuatro Evangelios escogiendo algunas cosas de las muchas que ya se
trasmitían de palabra o por escrito, sintetizando otras, o explicándolas
atendiendo a la condición de las Iglesias, reteniendo por fin la forma de
proclamación, de manera que siempre nos comunicaban la verdad sincera acerca de
Jesús”.
Los evangelistas hicieron síntesis catequéticas
de los hechos y dichos de Jesús. Hay capítulos dedicados a los milagros y
capítulos dedicados a las parábolas. Hay algunas síntesis relevantes. Por
ejemplo, «se ha cumplido el plazo, ya llega el reino de Dios; convertíos y
creed en la buena noticia»; «el espíritu del Señor está sobre mí porque me ha
ungido para dar la buena noticia a los pobres, anunciar la libertad a los
cautivos y la vista a los ciegos; para poner en libertad a los oprimidos y
proclamar el año de gracia»; «los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos
quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les
anuncia la buena noticia». El Sermón del
Monte que vemos en el evangelio de san
Mateo es apretada síntesis de distintas enseñanzas de Jesús. Los relatos sobre
las tentaciones son piezas teológicas resumiendo y celebrando la conducta de
Jesús, hombre libre a lo largo de su historia.
Como
expresión de la fe comunitaria, los Evangelios mantienen el estilo de
proclamación. Así, profesiones de fe que hacían ya las primeras comunidades
cristianas, son puestas en labios de un personaje concreto, aunque
históricamente no haya sido así. Por ejemplo, según san Marcos, el centurión
romano que hacía guardia junto a la cruz confiesa «verdaderamente este hombre
era el Hijo de Dios». Al evangelista no interesa tanto demostrar que aquel
guardia se convirtió, sino proclamar la fe de los primeros cristianos que puede
ser aceptada incluso por los representantes del poder que mata.
Historia y fe van unidas. A la verdad
sobre la historia de Jesús solo se puede llegar desde la experiencia que
llamamos fe. No solo porque lo que conocemos sobre la historia de Jesús ya nos
viene interpretado por la fe de la primera comunidad cristiana, sino también porque
sin esa fe no es posible descubrir la verdad sobre Jesús como salvación para
todos. Pero esa fe no es invención imaginaria pues parte de una conducta
histórica.
Es verdad que hay casos donde cabe distinguir lo que pudo ser histórico y
lo que pertenece a la confesión de fe, confesión comunitaria de fe. Pero
hablando en general, no es posible deslindar los campos de la historia y de la
fe, porque lo histórico ya se nos da tamizado en la fe comunitaria, y ésta
siempre remite al acontecimiento histórico: la historia nos llega en la
interpretación creyente. Así lo vemos incluso en las parábolas evangélicas:
posiblemente las piezas más originales de Jesús, van tomando distintas
versiones conforme a las necesidades catequéticas y misioneras de la comunidad
en que son leídas.
A
su vez la fe de la comunidad tampoco es separable de los acontecimientos. La
interpretación creyente se fundamenta en la conducta histórica de Jesús y es
profundización en la verdad de la misma. Por ejemplo, las piezas teológicas
sobre las tentaciones serían pura imaginación si no estuvieran respaldadas por
el dato histórico de que Jesús fue tentado como nosotros y superó la prueba.
La
expresión «Jesu-Cristo» articula bien las dos dimensiones. Para interpretar a
Jesús en la verdad que la Iglesia confiesa como Hijo de Dios, son necesarias y
van unidas la historia y la fe. Con la sola historia llegamos hasta el judío
que hace veinte siglos vivió como un trabajador sencillo en Nazaret, después
actuó como profeta y, a consecuencia de su actividad fue condenado a muerte de
cruz.
Pero los primeros cristianos, con la
fe o encuentro con el Resucitado, descubrieron la verdad de esa historia y
confesaron que aquel profeta es el Mesías, la Palabra, el Hijo de Dios, que
murió en la cruz «para nuestra salvación». Por eso el nombre adecuado es
Jesu-Cristo que incluye lo constatable por la historia: un hombre llamado
Jesús; y lo confesado con la luz de la fe: este Jesús es el Cristo. Gracias a
la fe se descubre la verdad de lo histórico; y gracias a la historia la fe no
se reduce a invención.
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