Sin duda, el papado de Francisco pasará a la historia por la controversia que suscitó, en ocasiones apasionada, al tocar temas que se consideraban intocables, y por mostrarse, para algunos, de una manera “políticamente incorrecta”. En general, realizó acciones loables para un cristiano coherente, pero impensables para un Papa. Dependiendo del cristal con que se mire, y de la pasión con que se empañe ese cristal, se le ha catalogado como mal pastor, incluso como hereje o apóstata; o bien como el pastor ideal, por su empeño en mostrar coherencia y fidelidad al Evangelio. Para unos fue el pastor que la Iglesia necesitaba en este momento; para otros, el que la condujo hacia la ruina. Como siempre, debemos recordar que los extremos son peligrosos, y los apasionamientos que los alimentan, aún más.
Durante la enfermedad del papa Francisco, y más aún tras su muerte, en los titulares de prensa y los comentarios en redes sociales predominaron dos palabras con las que se intentó calificar su pontificado: reforma y revolución. Estas palabras se pronuncian con miedo o con esperanza, según el sentir y pensar de —o donde sea encasillado— quien las emplea. Dentro y fuera de la Iglesia, se han configurado dos grandes grupos para identificarse o ser clasificados: conservadores y progresistas.
Desde el siglo XVI, cuando surgió la Reforma protestante y, como consecuencia, la Contrarreforma, el tema de las reformas en la Iglesia ha calado profundamente. A pesar del trauma que conllevan, las reformas se han convertido en una tentación y una amenaza. Con el Concilio de Trento se reformó el clero, la disciplina eclesiástica, algunas órdenes religiosas y se reafirmó la doctrina, entre otros aspectos; se configuró así la Iglesia que se conoció hasta mediados del siglo pasado, y que algunos llaman la “Iglesia de siempre”. Cuatrocientos años después, el Concilio Vaticano II trajo consigo una nueva oleada de reformas, también necesarias y traumáticas.
Tal vez sea porque aún hay sectores dentro de la Iglesia que no terminan de recuperarse de esos “traumas”, que las palabras reforma y revolución causan tanto temor, podría decirse que hasta terror. Aquellos que impulsan estas transformaciones, a menudo llamados progresistas o liberales, son vistos por algunos como verdaderos “terroristas”. Lo paradójico es que tanto los conservadores como los progresistas buscan, en el fondo, lo mismo: el bien de la Iglesia por fidelidad a Cristo.
Ante este panorama de polarización y amenaza de división dentro de la Iglesia, —cuya realidad es difícil de precisar— la buena noticia —pues eso es el Evangelio— es que, si de verdad queremos ser fieles a Cristo y a su Iglesia, debemos recordar que Él nunca habló de reformas ni de revoluciones. Ninguna de esas dos palabras aparece como tal en los Evangelios ni en el Nuevo Testamento. El Evangelio y el Nuevo Testamento hablan de renovación, metanoia y reconciliación: todas ellas acciones que parten del interior de la persona y que solo pueden realizarse con la ayuda del Espíritu Santo.
Fue durante la época patrística y la escolástica cuando comenzó a emplearse el término reforma, pero en un sentido estrechamente ligado a la acción del Espíritu. Se parte de la premisa de que, por el pecado, el ser humano pierde la forma original dada por Dios —es decir, se deforma— y necesita reformarse para recuperarla. En este vocablo hay un matiz de trascendencia y personalismo que no está del todo presente cuando hoy se habla de reforma o revolución dentro de una institución, donde el matiz es claramente político y administrativo.
La elección de un nuevo papa, que no empieza aún su labor y ya es catalogado de moderado, cuyo primer deseo para todo el mundo fue la paz, relaja un poco las tensiones y las preocupaciones de muchos sectores dentro de la Iglesia. De alguna manera, esta elección puede ser un tanto desconcertante, o más bien decepcionante, para aquellos que, desde su apasionamiento progresista o conservador, pedían con fervor al Espíritu, en oraciones que parecían más una instrucción para la IA, un Papa a la medida de sus gustos e intereses. A veces olvidamos que el Espíritu sopla donde quiere y como quiere, que el Espíritu no está sujeto a ideologías, ni corrientes políticas. Su misión es la renovación de la humanidad, es decir, hacer presente en todo momento de la historia la siempre novedosa obra de Cristo para todos los seres humanos.
Esto, sin duda, incluye una dimensión política y administrativa, pero la política y la administración temporal no son el origen ni la finalidad de la Iglesia. En un momento tan crítico para la humanidad, tal vez la oración que deberíamos elevar sea por quienes conformamos la Iglesia, para que seamos más abiertos y dóciles a la acción del Espíritu. Seguramente esa disposición reduciría tensiones, alejaría divisiones y permitiría la renovación —siempre necesaria— a una Iglesia de camina con un mundo que también camina en la historia, y facilitaría dar mejor testimonio a la humanidad de lo que significa ser cristiano.